La negra Rosa era buena paridora


La negra Rosa era buena paridora. Por la tal se la habían vendido a los Pereyra, que tenían chacras al sudoeste de la ciudad.


Bastaba verle las caderas, ondulando como un barco y los pechos llenos, para saber que daría buena cosecha.


Al ama Matilde poco le gustaba verla rondar por la casa, con esa cintura de guitarra, sabiendo como eran de inquietas las manos de su marido.


Rosa llegó joven, con los ojos grandes, sorprendidos, la palabra tibia y el alma ingenua.


No sabía en que año había entrado a la casa de los Pereyra. Era esclava de la casa y del surco, el día se le iba de la olla a la semilla, así había perdido noción del tiempo, noción que por otra parte no debía interesar a quien no poseía un futuro. No se quejaba, las semanas se achicaban y quedaba un apenitas de tiempo para la nostalgia.


Así como no recordaba las temporadas que llevaba en esa quinta, tampoco comprendía con claridad porque es que los hombres se iban desgranando de a poco, como a un racimo de uvas al que se le fueran cayendo los frutos.


Se iban a la guerra. Las mujeres lloraban, los muchachos alardeaban de un coraje puesto aprueba con las espadas de madera.

Lo que sí sabía, es que los ojos se le habían oscurecido en septiembre de 1811, cuando con cuatro días de diferencia se le murieron María de la Asunción y Domingo, que eran lo único suyo y, todo lo que le quedaba de Faustino, que se había marchado a cumplir con una lucha que no parecía la suya.

La vida iba pasando, las alfalfas, las cebadas, las vendimias. Había encontrado otro amor y, esperaba a un niño, quizá le regresara a los perdidos.

Y le nació en un mes de julio, un mes muy frío. Tan frío que se le congeló el aliento al pequeño José, y Rosa, la negra paridora se quedó con su sangre de parturienta y sus lágrimas y su leche inútil en el pecho hechas un amasijo.

Luego la vida, la recompensó, le trajo a José Isabel, un niño fuerte que berreaba como libre y, era liberto porque las leyes de los blancos así lo disponían.

Rosa cantaba ahora sobre la era, y sacudía las carnes al ritmo de los viejos sones del África, esa que cada vez parecía más lejana.

Ya no era tan joven, o sí, pero no lo parecía, cuando un primero de noviembre, la muerte volvió a tocar a la puerta de la barraca y le arrancó al último hijo que había salido de entre sus entrañas enlutadas.

Era 1819, ya hacían 3 años que el país era libre para los blancos. La negra Rosa continuaba siendo esclava, doblemente, de los Pereyra, y de sus fantasmas, de sus duelos, de su voz que le salía ronca por la garganta fragmentada.

Rosa fue una mujer de su tiempo, una que cumplió con su destino de muertes mientras la patria nacía.


Una historia sin importancia, innecesaria para ser registrada.

Un día esta esclava murió y, seguramente mientras moría, oyó la voz de todos sus hijos llamarla desde la última esperanza y, en una espiral, las canciones de cuna del África que todos los niños, negros y blancos mamaban de los pechos venturosos de sus ayas.

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(Rosa, fue esclava de la familia de Eduardo Pereyra y de Matilde Parodi. La enorme tragedia de su vida puede seguirse por los registros parroquiales de San José de Flores.)


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© Ana di Cesare